Tía Gloría había quedado muy triste a la muerte de su esposo, el Tío Melitón. Ambos eran relativamente jóvenes (tenían 35 y 30 años respectivamente) cuando él quedó sepultado al derrumbarse la mina donde extraía el barro con que la Tía fabricaba sus comales. Durante los nueve días posteriores al sepelio la joven (y guapa) viuda sobrellevó la pena apoyada por su familia más cercana, así como sus amigos y buenos vecinos. Pero cuando concluyó el novenario, y la cruz fue llevada al cementerio, ella se quedó sumergida en la más triste soledad, pues la vida no la había bendecido siquiera con un hijo. Al cabo de un mes, se presentó ante ella el Tío Cenobio, un joven y apuesto vecino, que se había hecho su compadre cuando Melitón y Gloria le habían hecho el favor de levantarle a su hija menor. En secreto, Cenobio estaba perdidamente enamorado de su comadre y ahora que estaba sola le pareció que había buenas posibilidades de obtener sus favores. Sin muchos rodeos le hizo saber que estaba interesado en convertirla en su querida y que, a cambio, le pasaría sus centavos para que se mantuviera dignamente ahora que se había quedado sin hombre. Con toda la dignidad del mundo, pero sin exaltarse, Gloria le hizo saber que ella no podría, aunque quisiera, ser de otro hombre, pues estaba unida a su esposo por la ley de Dios y esa sagrada unión superaba los límites de la muerte. Cenobio se despidió dolido y humillado, pero no vencido.
Pasaron varios meses mientras el ladino compadre sentía cómo su deseo por Gloria iba creciendo en vez de disiparse. Cuando se la encontraba en la plaza vendiendo sus comales sentía la necesidad de saludarla, pero la honesta mujer siempre lo recibía cortante. Durante este tiempo, Cenobio no estuvo del todo ocioso, pues trazó un plan para tener a su linda comadre. Llegó la víspera de la noche de Todosantos y el abusivo hombre decidió poner en marcha su retorcida idea. Esperó a que fuera media noche y salió de su casa rumbo al jacal de Gloria. Caminó tan despacito que ni los perros lo escucharon acercarse. Cuando llegó se asomó por una rendija de la puerta y vio que la guapa mujer dormía semidesnuda sobre su petate, a un lado del altar dedicado a los fieles difuntos. Con mucho cuidado abrió la puerta y se introdujo sin siquiera respirar. Fue a un rincón donde sabía que guardaban la ropa del muerto y sacó una muda blanca y un sombrero. Con cierta premura se quitó sus ropas y se puso las de su finado compadre. Cuando estuvo totalmente vestido se paró a un lado del altar, macabramente iluminado por las veladoras. Se caló el sombrero, dejándolo caer sobre la mitad de la cara. Con voz ronca y gutural dijo en voz alta:
"¡Gloria! ¡Despierta, Gloria! ¿Qué no ves que estoy aquí? ¡Anda mujer, levántate y atiéndeme!"
La mujer despertó sobresaltada ante la presencia del intruso.
"¡Melitón! ¿Eres tú?"
"¡Sí mujer! ¿Quién otro podía ser?"
"¡Po's no sé, pero te me afiguras igualito al compadre cenobio! ¡Fíjate que el muy ladino me ha querido seducir como si yo fuera una de esas mujeres de la vida!"
"No mujer, no hables así del compadre. El es un alma de dios y sólo quería ayudarte. Sí notas que me parezco a él es porque este es su cuerpo. En el otro mundo me dejaron venir a visitarte, pero para que pudieras verme tuve que pedir prestado el cuerpo de Cenobio. Muy amable me dijo que sí y aquí estoy, frente a ti:"
"¿Pero eso es verdad?"
"¡Claro que sí! Ya has escuchado al señor cura decir que el poder de nuestro señor no conoce límites!"
"¡Hay, esposo mío! ¡Qué alegría me das! ¿Quieres que te prepare algo de comer?"
"¡No, mujer, no hay tiempo! Esta misma noche, en una hora a lo sumo, debo regresar a donde pertenezco. Tengo hambre, pero no es de comida!"
"¿Entonces?"
Cenobio ya no le respondió. Sin esperar un segundo se arrancó las ropas y se abalanzó sobre la desprevenida mujer que lo recibió gustosamente pensando que en verdad era el espíritu de su marido envuelto en el cuerpo del compadre. hicieron el amor salvajemente durante horas hasta que ella quedó profundamente dormida. Cuando despertó estaba sola pero a su lado, en el petate, aún había huellas de su acompañante. Se levantó y fue directamente al altar a rezarle a Dios, agradeciendo el milagro de permitir que su amado marido volviera a ella al menos por una noche. También rezó por el alma de su compadre que había sido tan amable de prestar su cuerpo.
Cenobio nunca volvió a hablarle de amor a Gloria, pero procuraba ayudarla en todo lo que le era posible. Además, tuvo la amabilidad de prestar su cuerpo al compadre Melitón cada vez que este "recibía permiso del cielo para venir a visitar a su esposa". Por supuesto, estas visitas fueron frecuentes durante laaaargos años.

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